Basta con verlos juntos a Zenobia y a Juan Ramón en cualquier retrato
para percibir que aquella pareja tan dispar debió de convivir de forma
muy atormentada pese a su educada compostura. En las fotografías de la
época, los años de entreguerras, ella aparece con un diseño de señorita
americana, siempre sonriente, rodeada de amigas de la buena sociedad,
sombreros blancos, pantalones de pliegues, cintura de Coco Chanel,
zapatos con hebillas y un gesto por el que se le escapaba un alma feliz.
En cambio, el poeta trasmite una sensación adusta, con el aire
ensimismado, vestido de oscuro, la barba negra, triste el gabán, la
mirada aviesa, el rostro cetrino, una figura que en su tiempo El Greco
habría incorporado como personaje al entierro del conde Orgaz.
El padre de Zenobia era un fino ingeniero catalán, Raimundo Camprubí,
quien durante uno de sus trabajos en San Juan de Puerto Rico conoció a
Isabel Aymar, la que sería su mujer, de ascendencia mitad italiana mitad
estadounidense, de una familia mercantil adinerada, bilingüe en
castellano y en inglés. Zenobia Camprubí nació en 1887, en Malgrat de
Mar, un pueblo de la costa catalana donde sus padres pasaban las
vacaciones en el verano. Era la mayor de cuatro hermanos, todos educados
en Harvard. Zenobia fue instruida por tutores particulares en Barcelona
y a los nueve años la madre, recién divorciada de un marido vicioso del
juego y arruinado en la Bolsa, se llevó a su hija a Nueva York. Zenobia
vivió a expensas de la familia materna. Estudió en Columbia, fue
inscrita en el Club de Mujeres Feministas, comenzó a escribir cuentos,
participó en actividades culturales y filantrópicas según el más
riguroso estilo de las élites neoyorquinas. Regresó a España en 1909 y
con ese mismo espíritu liberal se instaló la joven con su madre en
Madrid donde en compañía de matrimonios americanos asistía a
conferencias en la Residencia de Estudiantes, en el Instituto
Internacional de Señoritas fundado por Susan Huntington, en el Lyceum
Club junto con Victoria Kent y se dejaba ver en las fiestas que daban
los Byne en su piso de la calle de Gravina. En una pensión con pared
contigua a esa casa vivía Juan Ramón Jiménez, y una noche a través del
tabique de su habitación el joven poeta oyó al otro lado una risa
femenina que le subyugó, de la cual no lograría evadirse en mucho
tiempo.
Juan Ramón Jiménez procedía de una familia de pudientes vinateros de
Moguer y probablemente había sido un niño feliz, también de risa clara,
pero muy pronto aprendió a hacerse el enfermo para conseguir toda clase
de mimos de criadas y nodrizas y salirse siempre con su voluntad. Creció
rodeado de atenciones y cuando en 1900 llegó a Madrid con 19 años ya
había dado señales de ser un poeta superdotado, bajo la influencia de
Bécquer y de Rubén Darío. Pero no se trata aquí de analizar su obra
poética, sino de saber cómo se produjo el choque y ensamblaje entre
aquellas almas tan dispares.
Juan Ramón ya había pasado por algunas crisis nerviosas, que se
acentuaron cuando en 1901 falleció su padre, una muerte que pocos años
después acarreó la ruina económica a su familia. Durante la adolescencia
se había permitido todos los caprichos de estudiante rico en Sevilla e
incluso pudo aliviarse de una neurosis depresiva en el sanatorio de
enfermedades mentales en Castell d'Andorte, en Burdeos, a cargo de un
doctor afamado. En este establecimiento desarrolló sus primeras dotes de
artista enamoradizo seduciendo a algunas enfermeras. Después en
sucesivas recaídas que pasó en la clínica del Rosario en Madrid llegó
incluso a enamorar a una monja, unas aventuras eróticas que trasladó a
sus versos. Se trata de saber cómo este ser de alma melancólica, huraña y
abstraída pudo darle alcance a una caza tan selecta y risueña como era
Zenobia.
A partir de 1911 Juan Ramón ya era un poeta admirado. Vivía en la
Residencia de Estudiantes y allí acudió la paloma una tarde de
primavera. El poeta la abordó al final de una conferencia y la risa de
la muchacha ante sus requiebros le recordó a la que había sonado aquella
lejana noche de fiesta a través del tabique de la pensión. Cuando el
poeta supo que aquella carcajada procedía de la misma alma quedó
rendidamente enamorado, pero ella se mostró esquiva a sus
requerimientos, un poco antiguos y formales. Juan Ramón comenzó a
acosarla con versos cada vez más puros, más encendidos, más directos,
que la obligaron a huir a Nueva York como última resistencia y hasta
allí la siguió el poeta. La obsesión llegó hasta el punto de tener que
casarse con él, hecho que sucedió en la iglesia católica de St. Stephen
en marzo de 1916. Durante la travesía en barco por el Atlántico, Juan
Ramón descubrió el mar, un golpe tan contundente como el que le produjo
el amor. De esa experiencia salió uno de sus mejores libros, Diario de un poeta recién casado,
la ida y vuelta de un fino alcotán en busca y captura de su amada, el
viaje de novios a Boston y el regreso a España con todos los vaivenes
del corazón.
A partir de ese momento el gozoso tormento de Zenobia consistiría en
atemperar su admiración por el poeta al carácter agrio, enfermizo y
atravesado del hombre que no hacía sino cortarle las alas. Juan Ramón no
hallaba inspiración sino en la quietud y el silencio. El poeta hilaba
los versos de oro en una habitación acolchada sin poder soportar a su
alrededor ni siquiera las risas de Zenobia con sus amigas y para
mantenerlo incontaminado e inmune a las adherencias de la vida vulgar la
mujer se impuso la obligación, como un destino, de buscarle la
subsistencia. Montó una tienda de objetos populares conseguidos de
anticuarios de los pueblos de Castilla, se dedicó a decorar apartament
os
para alquilarlos a diplomáticos extranjeros y ella misma fregaba las
escaleras. Cuando le preguntaban por Zenobia, el poeta contestaba no sin
cierta displicencia: "Por ahí anda, entretenida con sus pisos". Después
de traducir a Tagore al inglés la mujer había dejado de escribir. Había
sacrificado el propio talento literario al de su marido, sin duda más
elevado, y en adelante se limitó a enmascarar la amargura que le
producían sus continuas depresiones con la propia alegría innata,
siempre dispuesta a levantar el ánimo de aquel ser misántropo que le
había tocado en suerte.
A partir del exilio de la Guerra Civil Zenobia comenzó a escribir sus
diarios, que inició en La Habana en 1937 y que ya no dejó hasta pocos
días antes de su muerte. En sus páginas escritas en inglés y en
castellano da cuenta de sus quehaceres cotidianos, zurcir la ropa,
recibir clases de cocina, ahorrar hasta el último centavo, salir de
compras, visitar las cárceles, enseñar a leer y a escribir a las presas
mientras Juan Ramón se pasaba el día tirado en la cama. "A Juan Ramón no
se le puede dejar solo en absoluto. ¡Él es queridísimo aunque me vuelva
loca!". Un día tiene que comprar un hornillo eléctrico porque J. R.
tiene frío por la noche y le dura hasta la mañana, otro día ya no puede
más y está dispuesta a abandonarlo. Reconoce que haber nacido con la
disposición de J. R. ante la vida es un serio problema para su vitalismo
porque él solo encuentra alivio parcial en el aislamiento. De La Habana
a Nueva York, luego a Miami, hasta recalar en Puerto Rico solo para que
se sintiera a gusto al oír el sonido de su idioma. Zenobia se había
llevado al exilio un cáncer contraído en 1931. Fue operada en Boston. En
las sucesivas recaídas ya no pudo ser atendida por los médicos amigos.
Prefirió seguir a Juan Ramón, vencida su última rebeldía. Murió en la
clínica Mimiya de Santurce en San Juan de Puerto, el 28 de octubre de
1956, tres días después de enterarse de que le habían concedido el
Premio Nobel a su marido. Antes, en el lecho de muerte, con una rosa
blanca en la mano había dado las instrucciones oportunas para el
bienestar futuro de su poeta.
Si quieres saber más sobre esta mujer genial,
te invitamos a que veas el siguiente vídeo
elaborado por un grupo de alumnos de 2º ESO